Si hay un personaje que se te queda grabado en la memoria de Trainspotting es el salvaje y violento Francis James Begbie, que es capaz de tirar un vaso en medio de un pub y liarse a golpes con todos para encontrar al culpable. La violencia como diversión, sin ningún tipo de futuro, ni justificación.
Irvin Welsh dió el pelotazo hace ya 20 años con esa novela sobre el mundo de los yonkies de Edinburgo, en el que el lenguaje colorido e imaginativo del narrador nos mostraba un mundo salvaje al que él sabía buscarle el lado divertido pese al tema. Luego vino la versión cinematográfica exitosa de Danny Boyle y Welsh podría haber vivido de las rentas al sol de Las Canarias, como el protagonista de su anterior novela o al sol de California, como la de ésta.
Hay que agradecerle que no haya dejado de escribir. En todo lo que ha publicado desde entonces se va apreciando como domina el oficio. En esta novela nos encontramos con una estructura clásica de novela criminal medidamente estructurada, en la que los acontecimientos se presentan de forma perfectamente medida.
Ese personaje animalesco ha conseguido salir de la cárcel y mudarse a California, donde vive de la escultura con su rubia y bella esposa y sus dos hijas. Ha aprendido a controlar la violencia y la ira. Pero, como en todo relato clásico, nadie puede escapar de su pasado. Éste se presenta con la muerte violenta de uno de sus hijos escoceses, a los que nunca ha hecho mucho caso y empaquetó y olvidó con su pasado delictivo. Su vuelta para su entierro activa todas las alarmas e intereses. La línea argumental no puede ser más clásica y la forma en que la desarrolla tampoco pero su dominio del oficio hace su lectura interesante y llena de sorpresas. Así como la descripción de Edimburgo, siempre gris y frío, poco acogedor pero hermoso y elegante. Lo más reprochable del libro son sus raciones de violencia explícita que desembocan en una orgía de sangre y fuego final, pero es como quejarse de que hay demasiada sangre si vas a los toros.