Hay temas que se cuelan en tus lecturas y en tu vida sin que te des cuenta y de repente aprecias que hablas de lo que nunca habrías esperado hablar. Nunca me hubiera imaginado a mí mismo hablando de árboles. Todos tenemos la capacidad de distinguir un árbol hermoso de una birria, pero pocos saben de lo que hablan cuando hablan de árboles. Hace algunos meses reseñé las memorias de un jardinero inglés, como esencia de un mundo ya pasado. Ahora le toca a la otra cara de la moneda: la vida de un propietario de un jardín inglés. La diferencia es que este propietario era uno de los mayores expertos mundiales en cerezos y consiguió salvar en su jardín y en otros muchos a los que envió sus cerezos miles de variedades, originales o injertadas, para mantener la diversidad y la belleza de ese árbol singular.
Como podéis imaginar esa vida no da para un libro interesante, o sí. La singularidad de este personaje y del libro es su relación con Japón. El único país que dedica tiempo a admirar la floración de los cerezos. No de forma abstracta, tienen una fiesta de observación de la floración en la que se juntan a admirar la belleza de ese árbol singular en su esplendor de luz y color. Pero, a la vez, el que convirtió ese árbol en símbolo de los kamikazes y del ejército durante la segunda guerra mundial. Paradójicamente, esa devoción se acompañó por la destrucción de miles y miles de variedades diferentes del estándar. Además, la derrota de la II GM supuso una cierta de repulsa hacia el árbol.
Afortunadamente, Collinwood Ingram, el protagonista de esta historia, se había dedicado a recoger en su jardín cientos de variedades de cerezos y a injertar y polinizar otras. A la vez enviaba a quien le pedía esquejes para extenderlas por el mundo. Cómo el jardinero del que hablé, su vida fueron los cerezos. Heredero de una importante fortuna se dedicó primero a la ornitología y después a los cerezos. Su pasión discreta le ganó el apodo de Cherry, cereza y un reconocimiento mundial.
La mejor parte de la historia es, como los cantes de ida y vuelta, como sus esquejes volvieron a Japón para enriquecer con variedades perdidas la uniformidad impuesta por el militarismo y la uniformidad. Del mismo modo, la autora, japonesa casada con inglés, convierte el libro en un homenaje a ese personaje, excéntrico como sólo lo pueden ser los ingleses, que supo hacer de su inutilidad vital algo hermosamente útil.