Viendo la rapidez con que se han expandido los restaurantes japoneses, hasta hacerles la competencia a los italianos y hacer que los chinos los traten de imitar va a ver que aceptar que nos han atrapado culturalmente, sobre todo a las generaciones más jóvenes.
Me atrevo a decir que lo que la India fue en su momento, un punto idealizado al que viajar en su momento, está ocurriendo con Japón. Su impecable mezcla entre lo puntero tecnológicamente y la cultura ancestral; su estética anti-barroca; su elegancia exquisita. Como no va a ser atrayente.
Este libro parte de esa imagen que tenemos de Japón: la lucha por la perfección y el autocontrol; la reverencia por los objetos efímeros; la suavidad en laS relaciones sociales. Todo ello se concentra en una papelería en uno de los barrios más exclusivos de Tokio. Allí van recalando una serie de personajes que cuentan su vida y sus dilemas morales a través de su relación con elementos que uno puede encontrar en una papelería tradicional: papel, sobres, libretas, tarjetas postales y el hermoso arte de la caligrafía japonesa. Cada personaje tiene necesidad de comunicarse por medio del papel. Ya es algo increíble en el mundo en el que vivimos, el que todo es digital y las cartas dejaron de llegar hace mucho tiempo. El propietario tiene una sala en la que se dan cursos y ahí remite a sus compradores para que se expresen sobre el papel. Desde un joven abandonado por su madre y cuidado por su abuela a un empresario que tiene que decir el discurso en el funeral de su exmujer, pasando por una chica de compañía o un vagabundo que aprendió el arte de la comida y quiere invitar a quien se la enseñó.
Es un mundo de cuento de hadas japonés que nos remite a esa cultura y a esa forma de tratar de ordenar el mundo.

El protagonista y su sobrina tratan de fotografiar el sol entre las ramas de los árboles. Un placer sencillo.
La lectura de este cuento de hadas que es la novela sobre la papelería me ha llevado a ver esta película que estuvo nominada para los anteriores oscars y que me la recordaba sin haberla visto.
Wim Wenders ya había hecho una película sobre Tokio y se cruzó en su camino con el heredero del imperio Uniclo. Este había decidido dar un toque especial a un parque en una de las zonas elegantes de Tokio. Para ello contrató a algunos de los mejores arquitectos japoneses vivos, y les encargó diseñar un retrete público. Todos son sorprendentes y ninguno se parece a otro. Wenders quedó obnubilado por el resultado y escribió esta película en las que son una pieza fundamental. La limpieza de esos baños es fundamental para que sigan siendo las obras de arte que son y su limpieza es el eje de esta película.
Lo que comenzó como una especie de documental encubierto se convirtió en un éxito internacional y objeto de debate. Un elegante limpiador de esos baños vive en un barrio pobre con lo mínimo y se dedica a limpiarlos de forma perfecta mientras se desplaza con su furgoneta escuchando cintas de casete de música pop y rock americana. Su vida es muy simple y repetitiva, pero en esa perfección concienzuda está su triunfo y su melancolía. Todo su mundo es increíblemente austero pero funciona como un reloj y transmite la elegancia que siempre admiramos en lo japonés. Pero no es un Samurai, es un limpiador de retretes. Su forma de organizar su vida encandila a las jóvenes que se le acercan. El no intenta enseñar nada a nadie pero su forma de estar en el mundo es muy atrayente. La narración está perfectamente estructurada y se ve con ternura y admiración.