Las relaciones de los humanos con los perros es algo que nos resulta difícil de entender a los que no las compartimos, pero de las que somos testigos de su intensidad. Podemos reírnos de la forma filial con que los tratan pero sabemos reconocer el dolor que produce su pérdida o el valor terapéutico que tienen para algunos. Por ello esta novela utiliza a una perra abandonada como diapasón de los dolores personales de la protagonista.
Tiene 30 años y acaba de terminar una relación tóxica. Por casualidad, una perra abandonada entra en su vida. Ella no tiene capacidad para decir no y asume una responsabilidad inesperada para la que no está preparada, pero que guía su deambular por los paisajes después de la batalla de su última relación amorosa. Sufre una depresión demoledora que nadie, sobretodo su médico, parece comprender. Es joven. Tampoco es para tanto que se acabe una historia. Pero hay algo más latente que nadie parece ver y que la perra acompaña sin sanar.
Cuando empieza a salir del abismo comienza la verdadera razón del título y de la historia: la angustia física del deseo. La perra pasa de ser acompañante a deseante y deseada. La frágil supervivencia sentimental de la protagonista se ve zarandeada por ese deseo incontrolable del animal que obliga a salir de su encierro. Al mismo tiempo, la novela va desgranando la vida de la protagonista y de su familia a través de las conversaciones con las miembros de un grupo de terapia a la que le obligan a ir para poder obtener medicación. Seres a la deriva, como ella, que la ayudan sin comprender y a las que ayuda sin juzgar. Cada personaje es una historia bellamente contada con un estilo en el que sobresale lo físico, tanto lo tierno como lo desagradable. El resultado se devora porque no se regodea en la autocompasión ni en la degradación de las historias tóxicas de mujeres y los seres que se presentan son devorables en sus miserias.