Espero que sea la última vez que haga referencia a la obra que lo catapultó a la fama, Intemperie, porque ya ha demostrado que es un autor consolidado y que no se ha dedicado a exprimir aquel éxito. Me referiré a ella porque supuso el aldabonazo de lo que se llama neo-ruralismo narrativo que la emparenta con ésta aunque no tengan demasiado que ver. Ésta está más emparentada con la anterior Llévame a casa (2021), en lo que tiene de crónica auto-ficcional; relato de un recuerdo de una experiencia personal, con la seguridad de que no es un crónica fidedigna de lo que le pasó al autor.
Cuando vivía en Sevilla consiguió que le dejaran a su familia y a su cuñado utilizar una casa en la sierra de Málaga antes de que fuera derribada para construir apartamentos turísticos. Estalló la burbuja inmobiliaria, se paró el proyecto y la estancia se prolongó diez años, en los que sus hijas gozaron de su infancia, desapareció su suegra y la vida pasó. El pueblo los acogió y ellos se integraron. Todo ello desde la conciencia de que aquello tenía una fecha de caducidad.
Sin pretender ser pretencioso, es una perfecta metáfora de la fatalidad, de los límites temporales de nuestra vida y de nuestra inevitable lucha por vivirla como si no se fuera a acabar. Pero es, además, otras cosas. El título nos lleva a algo que el autor encontró allí: el placer de los trabajos realizados con las manos, que nos dota de una autonomía y dignidad que la vida líquida en la que estamos inmersos nos arrebata. Finalmente, este relato es una celebración de la familia y de las pequeñas comunidades rurales.
Si se junta todo, uno piensa rápidamente en una ficción neo-hippie llena de flores, animalitos y buen rollo de las que nuestro descreimiento post-moderno nos hace reírnos. Pero la realidad es que la narración se mueve en esa atmósfera suavemente, sin alegatos, con bibliografía y una ternura y cachondeo admirable.