Luis Landero compaginó su obra novelística con su labor como profesor de literatura en la Escuela Nacional de Arte Dramático hasta su jubilación y lo digo porque en esta novela hace un hermoso homenaje al poder sanador y liberador del teatro, pero dentro del descreimiento sin estridencias que le ha caracterizado siempre, consciente de que nada es realmente transcendente más allá del momento mágico en que ocurre.
La transcendencia está ahí: un pueblo, San Albín, al borde de la desaparición, la encuentra en la escenificación colectiva de una leyenda medieval. Todo comienza cuando, por una coincidencia fortuita llegan un antiguo vecino, Tito Gil, que regresa para encargarse de la herencia una tía, y Paula, que lo hace por error, propiciando una última función del viejo espectáculo litúrgico que ilusiona e involucra a todas las gentes del lugar. En el montaje participan todos los vecinos, cada uno con su papel, en un escenario que se extiende por todo el pueblo. Si la representación funciona, el pueblo puede que atraiga turistas y sobreviva, si no, la batalla habrá merecido la pena. Esa última oportunidad de grandeza del lugar ocupa la segunda mitad de la novela y ejemplifica la historia que cuentan todas las historias.
Pero toda la primera parte es el recorrido vital de los dos personajes protagonistas hasta acabar maduros y cansados en aquel pueblo agonizante. Tito y Paula. Él un ser puro dedicado a recitar poesía y al teatro de medio pelo que al entrar en el bar del pueblo descubre el origen de su fascinación por las bambalinas y decide utilizarla para salvar a su pueblo. En capítulos alternos descubrimos la triste vida subyugada por sus decisiones sentimentales de Paula, que vuelve a encontrar en el teatro la ilusión que esas decisiones le habían hecho perder.
Landero despliega en esas dos existencias incompletas y en la ilusión de un pueblo a la deriva, la mirada compasiva y tierna que le hizo célebre en sus Juegos de la edad tardía. Un tono único y especial que le ha hecho un clásico.