Ha muerto Javier Reverte y es francamente una pena. Casualidades de la vida, vi hace poco tiempo un documental en el que repasaba su vida y su forma entenderla y le permitía viajar a la isla griega en la que recabó cuando escribía su libro sobre la civilización griega y el país que la originó. Como en la mayoría de sus libros, tuvo la suerte de encontrar un personaje que resumía la esencia del lugar. Un señor mayor casado con una alemana que vivía regentado una taberna-pensión sin demasiados lujos pero sin carencias. Cuando tenía tiempo, cogía su barca y viajaba pescando y parando para cocinarse lo que había capturado. Había trabajado en Alemania y con los ahorros había montado el negocio. Un Ulises encantador con el que Reverte se sintió hermanado y que el documental mostraba en su paraíso.
Yo caí bajo el influjo de Javier Reverte, como no, con su primer libro sobre África, que le permitió ejercer una jubilación dorada y viajar a todos los lugares del mundo que sus viajes literarios le había apuntado en la casilla del debe. Hacer el viaje que te habían trazado tus lecturas e ir contándolas mientras te movía por los paisajes que relataban enganchaba. En realidad las aventuras que le ocurrían, alguna bastante peligrosa, a mí no me interesaban tanto como la recopilación de los libros que le habían llevado allí. Leí el segundo y no me gustó tanto, me sonó a algo repetido. Por eso no leí en aquel momento el dedicado a Grecia. Después leí la novela con la que ganó el primer premio Benidorn de novela, que me olió un poco a encargo.
Pasó el tiempo y el siguió escribiendo sin parar y viajando al Amazonas por Fizcarraldo y otros; a Alaska por Jack London; a Irlanda por tantos escritores. Allí lo recuperé y viajé con él a Nueva York. Ya había perdido la gracia para mí. Eso no evitó para que leyera el de Alaska y el último de África. Una novela sobre la guerra civil con dos personajes reales: uno de derechas y otro de izquierdas. Y finalmente uno sobre Roma.
Por entonces vi el documental y me encantó su bonhomía. Su estar en el mundo sin faltar, mirando las cosas con tranquilidad pero con pasión por todo. Hay un momento en él en el que un grupo de viajeros españoles, en su mayoría señoras de más de cincuenta, lo reconocía y lo alaban en público. El escucha las alabanzas con distancia elegante y bonachona. Yo creo que era así, educado y bonachón, pero apasionado. Hay otro momento del programa en el que se despide de su mujer porque se va de viaje y ella no sale de la cocina. Lo saluda en la distancia de quien está ya acostumbrada a verlo partir. El documental acaba en Valsaín, el pueblo de Segovia al que le gustaba ir y en el que solía acabar sus libros entre paseos por sus frondosos bosques y partidas de mus con los paisanos.
El paraíso al que se merece ir será algo así. Aquellos que hemos disfrutado con él se lo deseamos.