La ley del menor. Ian McEwan. Traducción de Jaime Zulaika. Anagrama. Barcelona, 2015. 216 páginas. 17,90 euros
Él penúltimo libro imprescindible de la temporada pasada es una narración muy diferente de las que acostumbra a producir el novelista inglés Ian McEwan, una de las vacas sagradas de la narrativa contemporánea europea que ya pasa de los sesenta y que comenzó como un joven salvaje. Empezó en los setenta dedicando treinta páginas de un libro, El inocente, a describir un descuartizamiento; en Primer amor, últimos ritosse dedicó a coleccionar historias de psicópatas; y en Amor perdurablea narrar la persecución por parte de un fanático demente de un tierno profesor universitario del que se había enamorado perdidamente. Con el paso del tiempo el morbo ha ido desapareciendo de la primera plana de sus historias. Tal es así que un crítico se refería a él como provocador jubilado, pero yo creo que simplemente ha quitado la carnaza de enfrente de nosotros pero no ha dejado de seguir indagando en nuestros miedos, que es su labor favorita. En ésta, como en las otras historias, sigue destacando su voluntad de crear desconcierto. Tiene querencia a tocar las narices a la parte bien pensante de la sociedad y buscarle las vueltas a las mejores intenciones. En Solar ser reía del caos que puede producir las buenas intenciones ecologista en un mundo mucho más complejo de lo que parece. En Operación dulcenos mostraba como la propaganda soviética utilizó a los literatos izquierdistas durante la en la post-guerra y la guerra fría. En esta novela nos coloca ante una sensación similar a la de otras de sus narraciones: un desconcierto ante un abismo moral y sentimental para el que nuestra razón ni nuestros sentimientos no están preparados.
La protagonista de esta historia, la jueza de familia Fiona Maye, que dedica todo su conocimiento a tratar de poner orden y sentido común al caos que son las relaciones familiares. Su lucha es por tratar de reconducir la intimidad para que no devenga en tragedia y para proteger a los más débiles . Fiona está a punto de llegar a los 60, no ha tenido hijos, y dedica toda energía a su trabajo. Su matrimonio naufraga en la rutina. Al comenzar la novela, su esposo le anuncia que desea tener una aventura con una jovencita, porque ya no puede más de aburrimiento.
Mientras su matrimonio se hunde, el juzgado de Fiona recibe el caso de un adolescente testigo de Jehová que padece leucemia y necesita una transfusión urgente. Pero el chico, debido a sus creencias religiosas, se niega a recibir la sangre. Le toca a la jueza decidir si los médicos deben inyectarle la vida contra su voluntad, es decir, si una persona tiene derecho a morir por sus convicciones o si el Estado puede forzarla a actuar racionalmente.
Como en todas sus narraciones, utiliza prosa y técnicas narrativas totalmente convencionales, podríamos decir que decimonónicas. En este caso describe pormenorizadamente los procesos judiciales en los que anda metida la protagonista, con sus protocolos y su lenguaje. No hay que temblar, la realidad es que no se hacen infumables y la humanidad que hay en los casos que juzga es la que permanece. Si un inglés es por esencia despegado, una juez es francamente distante y ahí reside el encanto de un personaje admirable y lleno de matices. Entre protocolos y decisiones salomónicas vemos creer la figura de una mujer apasionada por la música y por hacer las cosas lo más correctas posible, lo que la dota de una halo al que es difícil resistirse.
Luis Ángel Adán León