La radio tiene un formato especial, no mejor, diferente de otros medios de comunicación. En mi caso me acompaña cuando hago otras cosas y, de vez en cuando, me hace para escuchar detenidamente. Esto viene a que a Ramón Lobo lo conocí verdaderamente por la radio. A la hora que hablaba en el programa A vivir, las ocho de la mañana del domingo. Yo encendía la radio. Me ponía el auricular para no molestar y disfrutaba de esa explosión de vida que era.
Antes lo conocía como corresponsal de guerra de El país un “privilegiado” que pudo viajar y conocer las guerras que he vivido a distancia. Sabía que escribía novelas y libros sobre sus experiencias, pero que fue despedido en la masacre que Cebrián perpetró en el periódico para cubrir sus fracasadas veleidades empresariales. A los cincuenta y muchos se encontró sin trabajo en un mundo en el que la experiencia se valora cada vez menos y hay miles de jóvenes a dispuestos a tragar lo que sea con tal de ganar una miseria.
No le oí jamás quejarse. Se enfrentó a lo que le tocaba y siguió trabajando hasta jubilarse. Nunca dejó sus colaboraciones y tenía la cabeza llena de proyectos. Hasta que un dolor pertinaz le hizo ir al médico, donde le descubrieron dos cánceres diferentes y le dieron pocas esperanzas.
Igual que cuando se fue de El País. Se despidió de los amigos y se zambuyó en la batalla contra sus cánceres. En la despedida de su programa de radio mostró el valor que tuvo para meterse en guerras complicadas. Meses después volvió aparecer para decir que el tratamiento no había funcionado y le quedaban poco tiempo. Su alegato a la vida vivida todavía me hace llorar.
Era una persona, por lo que yo pueda saber por sus intervenciones, apabullante. Por eso no es de extrañar que fuera capaz de escribir un libro durante este proceso.
Hace no mucho publicó un libro que era la historia de su nacimiento, infancia, adolescencia y juventud, Todos naúfragos. Era, en realidad y ajuste de cuentas con su padre y lo que representaba del régimen al que defendió. Cuando le detectaron los cánceres estaba escribiendo un libro sobre su madre, muerta hace poco a los noventa y muchos. Creo que la inevitabilidad de lo que le venía le hizo incluirlo en éste que es su despedida. Según vas leyendo le vas acompañando en su viaje hacia el final. Sus lecturas sanadoras. Sus decisiones radicales. Su valentía. Su intento de recuperar su familia inglesa de ascendencias francesa y belga a la que admiraba por su capacidad de quererlo y respetarlo pese a no compartir las mismas ideas, totalmente al contrario que su padre.
De este libro me encanta destacar su precisión terminológica: cada afirmación transmite la idea de que ha sido confirmada por lo menos tres veces. Los médicos y los medicamentos son exacta y respetuosamente presentados. La forma de afrontar el camino hacia el final es turbadora y aleccionadora. Con él aprendemos las decisiones que hay que tomar ante un proceso en el que no podemos hacer mucho más que no sea aguantar y lo que esas decisiones conllevan.
Muchas veces se habla de lecciones de vida, en este caso deberíamos hablar de lecciones sobre como morir dignamente. Es algo que no podemos agradecer suficientemente y que preferiríamos no hacer.