Todo el mundo que lo ha leído está de acuerdo en la delicia de la prosa de Luis Landero. En su ductilidad. En la cantidad ingente de vocablos de su Badajoz rural que sirven para reconstruir esa infancia idílica y áspera que le hizo como es. Todo el que lo ha leído u oído (es una de esas personas a las que te pasarías horas oyendo hablar de cualquier cosa) tiene su anécdota preferida y la segunda más preferida y la tercera… Porque estamos ante un narrador a la antigua usanza, de historias narradas en torno al fuego, aunque gran parte de ellas ocurran en la gran ciudad. De alguna de esas historias han salido sus novelas y del recuerdo de esos dos mundos: el rural y el urbano, su delicioso y sentido libro de memorias: Balcón de invierno. Tanto unas como el otro son parte de nuestra gran literatura.
Por eso me he sentido desilusionado con este nuevo libro que se presenta como una segunda parte de sus memorias, cuando quizás se debiera presentar como una recopilación de sus escritos no publicados, organizados por su portentosa capacidad narrativa y su deliciosa prosa particular. En el aparecen paisajes de las primeras memorias: el mundo rural de su Badajoz natal y el Madrid del desarrollismo, que sirven escenario para esas historias que sólo él sabe narrar así y nuevos temas como la enseñanza como él la entiende, humanística y potenciadora; las crisis creativas; o su forma de entender el viaje.
El libro lo he leído esperando encontrar una unidad que quizás no he sabido ver o que, tal vez no estaba más allá de la figura única del autor y por eso me ha desilusionado un poco. Pero no se puede negar que uno va encontrar allí esas historias que narradas por Landero hacen que se te caiga la baba y quieras más y más.