Los ingleses distinguen entre dos formas de ser recordado por la posteridad: la de los famosos, que lo son por haber hecho algo bueno y la de los infames, que lo son por sus actos atroces. Francisco Tadeo Calomarde, (Villel (Teruel) 1773-Toulouse, 1842), pertenece a los segundos. Fue ministro de Fernando VII y ejerció como el primer “capo de las cloacas del Estado” español. Su peso y su contorno se han ido difuminando entre los historiadores y ha perdido su condición de demonio, pero sigue siendo una figura poderosísima, casi totémica. Lo único que la gente culta sabe hoy de él es que recibió un bofetón de una infanta, cuando intentaba convencer al rey de que anulara la pragmática sanción y respondió: «Señora, manos blancas no ofenden».
Sergio del Molino, que se encumbró con su ensayo sobre la España vacía y ahora es columnista de renombre, sigue la peripecia vital de Calomarde desde su nacimiento en una familia de labriegos en Villel, el pueblo turolense de donde marcha, primero, a una Zaragoza ilustrada y pujante, para estudiar leyes, y luego a Madrid, como funcionario de la Secretaría de Indias, donde cae bajo la protección de Godoy. Aborda sus fallidos coqueteos con el bando liberal en las Cortes de Cádiz; su destierro pamplonés; su vuelta a la Corte, ya al servicio de los absolutistas; y finalmente, su entrada en el Gobierno de Fernando VII como ministro de Gracia y Justicia. En este puesto se empleó con saña contra los liberales al frente de la policía política y del aparato represivo del estado, dejando atrás muchos cadáveres (figurados y reales) de los siempre se recuerdan el ajusticiamiento de María Pineda en Granada y los de José María de Torrijos y Uriarte y sus compañeros de insurrección en Málaga. Cuando las cosas se torcieron encontró refugio en Teruel, en Olba (allí está su tumba), y luego huyó a Francia, donde acaba sus días al servicio de la causa carlista, instalado en Toulouse.
Una larga carrera de manejos y equilibrismo a la sombra del poder y en su trastienda, en la que nunca pasó de arribista servil y útil al que dejar de lado cuando ya no hacía falta. Esa es la imagen final que el autor quiere destacar. La del arribista al que los poderosos con pedigrí desprecian pero usa para hacerles el trabajo sucio. Fernado VII era un ser abyecto pero era rey. Otros tenía que mancharse las manos para que el siguiera viviendo feliz. Lo mismo les pasó a los carlistas que lo usaron a su antojo en su exilio. Cuando todo se hundió ya nadie se acordaba se él sino para vilipendiarlo. Eso vale el ensayo, el estudio de los recovecos de una personalidad infame en una época infame.