Un ceramista de renombre recibe como herencia de un tío suyo una colección de más de 200 figuritas japonesas que servían como pasadores para sujetar la ropa. Su tío vivía desde hace muchos años en Japón pero las figuras fueron adquiridas por un antepasado en el París anterior a la Primera Guerra Mundial. Eran tiempo en los que todo lo japonés estaba de moda en la capital francesa y su tío era un esteta.
El viaje de esas miniaturas en manos de una de las grandes familias judías de la historia europea, casi a la altura de los Rothschild, espoleó al ceramistas a devenir escritor. Bien es verdad que ya se había licenciado en inglés en Cambridge, pero hasta entonces todo lo que había escrito tenía que ver con la cerámica, su vocación y su vida.
Durante dos años se dedicó a seguir a los netsuke como homenaje a su familia. No en el sentido de alabanza sino de rastrear sus avatares desde el comercio de trigo en Odesa hasta su hundimiento económico a manos de los nazis. El libro se divide entre las ciudades en las que las figuritas acompañaron a algún miembro de la familia: Paris, Viena, Londres y Tokio. Hasta acabar en el estudio del autor, donde los guarda en una vitrina abierta para que puedan curiosear sus hijos. Vemos como la saga se va componiendo con la visita del autor a los palacios que pertenecieron a su familia; la revisión de los recuerdos que sus parientes han atesorado; y la narración de las vidas de los protagonistas que ha conseguido montar con todo ello.
La prosa es hermosa en la adoración por los detalles y los objetos. La reflexión surge suave de los acontecimientos. Proust o el caso Dreyfuss sacan a relucir el antisemitismo latente en la burguesía francesa de la época. Hitler llega para acabar con la hermosa vida de la otra rama de la familia en Viena. El último gran personaje de la familia acaba en la campiña inglesa recitando latín a sus nietos.
Un mundo que representa lo mejor de la Europa culta, políglota que subvencionó el arte y permitió a alguno de sus vástagos cultivarlo. La hermosa ironía es la que hace que uno de los miembros de la familia acabe llevando las figurillas de vuelta a Japón y decida acabar allí sus días. Y que tenga la visión de entregárselos al autor para que sirvan de excusa para recordar a la familia que se merecía esta reconstrucción. Nada queda de aquello más que la capacidad de recrearlo sin melancolías pero con amor. No es de extrañar que algo que la editorial sacó con pocas expectativas se ha convertido en pocos años en un clásico.